sábado, 21 de diciembre de 2019

La leyenda de las estrellas fugaces que antes fueron personas


Cuenta la leyenda, que más allá de los Dioses y el Olimpo, existen historias, que aunque sucedieran entre mortales, dejan al que las escucha, con la boca abierta y el corazón en vilo. Mi abuela siempre decía que eso prueba, que los humanos estamos entre dos dimensiones, toda nuestra vida, la terrenal y la estelar.

La terrenal es la que todos conocemos mejor porque es la que se completa cada día con nuestra rutina de vivencias. Se enciende durante la mañana cuando abrimos los ojos y se apaga al anochecer, cuando nos retiramos a descansar. Todo es mecánico y, si no se pone un poco de color a cada acción, la persona puede llegar a percibir tedio: desayuno, aseo, organización de tareas, comida… La misma canción un día tras otro. Un bucle casi eterno, que a veces no promete nada nuevo. 

Aunque también existen algunas personas que agarran esta dimensión de vida con mucho entusiasmo y su paso por este mundo es emocionante y sobrecogedor. Cada pequeño hecho es un espectáculo repleto de belleza, digno de sorpresa y admiración: la primera luz del día, el atardecer, el cambio de color de las estaciones, una tormenta inesperada o la magia de un arco iris. Son hombres y mujeres perpetuamente agradecidas por el regalo de vivir.

Mi abuela siempre decía que la dimensión estelar tiene que ver con el cosmos y sus astros. Con mundos lejanos que añoramos y que soñamos, sin saber siquiera qué historias se viven allí. Ese universo es más extenso y casi infinito. Su atractivo es inagotable e indefinido. Nadie puede medir la hermosura de la luna llena, ni la deidad que supone una noche plagada de pequeños farolillos de luz, que son las estrellas. Los observamos mudos de fascinación. Otros planetas nos miran y nosotros no podemos evitar soñar con ellos y con sus misteriosos habitantes. Pensar que allí todo estará plagado de enormes paraísos y de grandes glorias.

Mi madre decía que algunas personas se pasan la vida en babia, mirando hacia la luna y añorando cosas que jamás sucederán. Cuando mi mamá decía eso, yo siempre buscaba la mirada de mi abuela, que junto con una sonrisa cómplice, me indicaba con las manos, que mi madre estaba muy cansada de trabajar tanto, pero que esas cosas extraordinarias sucedían y que todos al final, acabábamos convertidos en polvo de estrellas. Entonces me guiñaba un ojo y seguía tejiendo bufandas.

Crecí sin haber experimentado esa conexión que los humanos tienen con esa otra  dimensión, según mi abuela. Supongo que me hice adulta y las preocupaciones del trabajo y las obligaciones me pusieron una venda, como a mi mamá le había pasado también. Las historias que mi abuela me contó en mi infancia siempre siguieron acompañándome en mi vida adulta, pese a que mi tiempo cada vez era menor para visitarla y escucharla o simplemente pasarme horas con ella, sin hacer nada especial, solo mirar al firmamento.

La noche que mi abuela murió una estrella fugaz me sorprendió mientras miraba por la ventana. Entonces comprendí que solo las personas que han disfrutado enormemente de su estancia en la tierra, cuando dejan su cuerpo, se convierten en estrellas fugaces y viajan a esa otra dimensión, donde ya ninguna preocupación importa.


 

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