El Carnaval
de Venecia, una antigua fiesta de magia y tradición que aún perdura
por: Flavia
Tomaello - para: Clarin.com
Cien profundas soledades forman
juntas la ciudad de Venecia” decía Nietzsche. En Venecia reluce el espíritu
rococó deslucido dentro de una neblina misteriosa de un pasado muy presente.
Venecia, un gran teatro. Y mucho más todavía a fines de enero, cuando se
celebra el Carnaval. Sus habitantes, que son esquivos todo el año -sobre todo
con los 30 millones de turistas que curiosean su tierra-toman otra actitud para
esta época. Invaden las calles, con máscaras y trajes, y hasta pelean por ser
fotografiados. Caprichos de estrella que sólo en la gala del Carnaval se
sienten en el papel de sus vidas.
En medio de una ciudad que se hunde
en el Adriático 2 milímetros por año, el Carnaval altera la rutina. Para abrir
la celebración todos participan del Festival de Venecia, un evento que cada
temporada transforma al Rio di Cannaregio en un escenario en el agua. Para el
artesano Gualtiero Dall’Osto, “cada persona saca la máscara que lleva dentro.
Es como convertirse en actor, rastrear dentro de sí mismo otras personalidades
y exponerlas a la vista pública. Eso es lo que intentamos expresar quienes las
hacemos”. El veneciano común viaja al trabajo con sus máscaras, organiza
fiestas a puertas cerradas, y se vuelca a las calles. Es el momento en que el
puente de los Suspiros siente celos.
Lo llevan en la piel y en siglos de
historia. En 1299, bajo el gobierno del dux Pietro Gradenigo -máxima autoridad
de la República de Venecia- Christopher Tolive, uno de sus secretarios, tuvo la
“inclusiva” idea de permitir a la población acomodada mezclarse con “el vulgo”.
Así dio origen al carnaval. El disfraz era la clave para ocultar identidades.
El mundo de los negocios de la
Serenssima ha hecho historia entre puentes y canales. Ocultarse detrás de
capas, sombreros y máscaras era un salvoconducto a la fortuna non santa. Los
venecianos llegaron a estar más tiempo de incógnito que a cara descubierta.
Durante el siglo XVIII fue su expresión más barroca. Había seis meses de
festejos y de lujuria. Bajo la ocupación de Napoleón, a partir de 1797, lo
prohibieron por temor a las conspiraciones que podían tejerse detrás de las
máscaras.
Después de un tiempo lo habían
limitado a tres meses al año. En cualquier caso, la festividad remite a la
siempre a la magia, el deterioro y la decadencia del espíritu tradicional
veneciano. Federico Fellini, con su “Casanova” de 1976, hizo renacer la
nostalgia del Carnaval. Y ya para 1979, había regresado de un modo más
práctico.
Justamente, en la muestra de este
año, la inspiración es “La Strada” de Fellini, bajo la concepción del director
artístico Marco Maccapan: “El carrusel de caballos, el acróbata, los payasos,
los animales exóticos... “, se esmera en enumerar. Todos navegan sobre un
riacho de metro y medio de profundidad.
La instalación fue concebida por el
escenógrafo del Teatro La Fenice, Massimo Checchetto con elementos del circo
italiano Togni, que se distinguen por las líneas amarillas y rojas, y que ha
utilizado Fellini. “En el mundo del circo, se juega con la realidad, transformándola
en algo diferente e inesperado. Es la máxima expresión del juego de la vida. El
espectáculo quiere ser una consagración del extraordinario poder creativo de
cada veneciano”, dice.
La ciudad es una fiesta continua. En
las calles y en las casas. Los bailes particulares se convierten en antros de
pseudo desconocidos que acceden a ellas con invitaciones personales. Allí es
imprescindible el disfraz, aunque las máscaras vuelen a los pocos minutos de
ingresar, y el frenesí de los Bellini se extienda tanto como la danza hasta que
la amenaza de la neblina clareando se hace notar.
La ciudad donde han emigrado más
habitantes que los muertos durante la peste, y que -según los estudios
demográficos- moriría en 2040, se convierte para los locales en tradiciones,
disfraces, comida, máscaras, dulces, confeti y serpentinas, alegría y
diversión, glamour y música. Vivir en alguna de las 118 islas de Venecia es no
tener miedo a estar aislado. Animarse a reconocerse en una escenografía
permanente y recorrerla con naturalidad. La ciudad se mueve al ritmo de la
marea. Los puentes son paréntesis para saltear los canales.
En Venecia se camina mucho, se toma
el vaporetto (el colectivo acuático) o el tragget (la góndola de los pobres).
“Se disfruta del aire más puro de toda Europa -cuenta Nicola Tognon, vecino de
Ca ‘Cendon- sin la contaminación del tránsito”.
El sábado se compra en el mercado del
Rialto todo fresco, incluso el pescado traído desde la laguna esa misma
madrugada. En los jardines de la Bienal se instalan los lecheros; en Dorsoduro
el mercado flotante de fruta y verdura. La vida y la muerte andan en barco.
Se degusta un bocadillo en la clásica
cicchettería veneciana (lugar para tomar aperitivos) frecuentada por Casanova,
Do Mori, el especialista en tapas desde 1462. El bacaro, la taberna, es el
living de todo veneciano. Siempre es hora para tomar un spritz: “el” aperitivo.
Se emigra a la Giudecca o a Castelo,
sin turistas. Se pasea por los ex muelles a espaldas del Gran Canal y se
concurre a las funciones de La Fenice. Los venecianos escuchan su ciudad: no
sólo la ópera, también los postigos, la caricia sostenida de olas calmas, el
taconeo a cualquier hora de la madrugada y las campanas. Se grita o se susurra.
Se come una versión del bacalao, los
ñoquis de San Zeno, anchoas y cebollas también, según explica el ex pescador y
hoy chef propietario de Bistro Ai Tini, Gianni Albanese: “Además de los
caramelos del carnaval, las especies pasteleras para comer con máscara” Todo
concluirá con el vuelo del Angel, un viaje aéreo que une el Campanario de la
Piazza San Marco con el Palacio Ducal. Y mientras tanto, la fiesta del Carnaval
sigue.
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