De un piano viejo, con sus teclas flojas, salía
melodiosa música, en la sala de un teatro, repleto de gente, que atenta
escuchaba.
Frente a él, Papá ejecutaba los sonidos de un
tren, que con fuerza arrancaba, y lentamente, mientras el silbato sonaba y se
mezclaba con la melodía, este avanzaba.
Como magia de pronto, papá subió al mismo, y mientras
la melodía del tren se alejaba, se perdió en un viaje sin retorno.
Todos quedamos consternados y sorprendidos. Yo
corrí por ese andén, queriendo detenerlo, pero fue inútil.
En un principio, una mezcla de sensaciones
contradictorias, me invadían; la tristeza de su partida, pero también una
satisfacción pacifica por el hermoso viaje que emprendía.
Los días y los meses transcurrían, y siguiendo
las vías, que él me había indicado a seguir, continuaba buscando una estación
de destino.
En muchos momentos, me sentía perdida y
desilusionada de continuar, pero inmediatamente, algo maravilloso ocurría, que
cambiaba la situación; y escuchaba el silbato de un tren, que se alejaba.
A la primera estación de destino, que llegué,
fue al retorno de mi casa en la villa.
Y ahí me quedé, sentadita esperando el tren de
la vida pasar.
La espera
sugiere un antes y un después. Es un hito en la línea del tiempo, en la
trayectoria vital de cualquiera. Algo que sucederá, o no, alguien que llegará o
no, alguien que partirá o no, pero de cualquier forma, si esperamos es que
suponemos, deseamos, tememos, que algo va a cambiar en nuestra vida.
En el fondo de mis ojos tiembla la realidad... El
tren que espero, a veces, desesperadamente, no llegará, no será mío, no me
llevará con él. Sin embargo, sonrío y juego a creer posible lo imposible. Vuelvo,
incansable, aparentemente segura, cada día, a esperar en esta sala ya tan
familiar, recorrer con los ojos de la esperanza cada uno de sus rincones... las
sillas de una verde hierba fresca, sobre la que rodar... la ventana, receptora
de luz y cómplice de un secreto, espía de caricias y besos robados, las paredes
del color imposible de ese sueño...
Una sala de espera de un tren que nunca llega. Me
parezco a Penélope, aquella niña de la canción que perdió su juventud en la
estación, pero sé que me gusta seguir esperando y ni siquiera me atrevo a
marcharme de allí un minuto, porque el juego continúa y no quiero que se
acabe...
La ilusión me hace un regalo y veo mi tren,
detenido junto a mí, tendiéndome la mano, me acaricia y me besa, me busca en el
silencio clandestino cuando el resto del mundo no me mira... Me invita a subir
desplegando sus alas, me ofrece el calor de un vagón confortable desde el que
observar la lluvia de esta tarde gris...
Y antes de que mis pies puedan pisar el primer
peldaño de la escalera, el tren, gigante de hierro, se pone en marcha y me deja
en el andén, temblando, con mis miedos y mi sonrisa paciente y comprensiva,
dispuesta, siempre dispuesta a seguir esperando un tren que nunca llega.
Envuelta en el deseo y los recuerdos, vuelvo a
la sala de espera, la recorro, curiosa, como si fuera, de nuevo, la primera
vez.
Escucho el sonido de mis pies sobre el áspero
piso y miro el reloj, acompasado, como si de verdad fuera importante la hora,
el tiempo, las leyes de los hombres...
Lo único importante es que el tren volverá y yo
seguiré jugando a que será cierto, a que podré subir a él sin que nadie pueda
verme y en la sala de espera de mi imaginación no volverán a sonar mis pasos...
Y es por eso que no le cierro la puerta a la
esperanza, para seguir creyendo, para seguir jugando, para seguir estando, en esa sala de espera, de un tren deseado, que nunca llegará.
María
Cecilia Fourcade Galtier
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