Cuenta la leyenda, que más allá de los Dioses y el Olimpo, existen
historias, que aunque sucedieran entre mortales, dejan al que las escucha, con
la boca abierta y el corazón en vilo. Mi abuela siempre decía que eso prueba,
que los humanos estamos entre dos dimensiones, toda nuestra vida, la terrenal y
la estelar.
La terrenal es la que todos conocemos mejor porque es la que se
completa cada día con nuestra rutina de vivencias. Se enciende durante la
mañana cuando abrimos los ojos y se apaga al anochecer, cuando nos retiramos a
descansar. Todo es mecánico y, si no se pone un poco de color a cada acción, la
persona puede llegar a percibir tedio: desayuno, aseo, organización de tareas,
comida… La misma canción un día tras otro. Un bucle casi eterno, que a veces no
promete nada nuevo.
Aunque también existen algunas personas que agarran esta dimensión de
vida con mucho entusiasmo y su paso por este mundo es emocionante y
sobrecogedor. Cada pequeño hecho es un espectáculo repleto de belleza, digno de
sorpresa y admiración: la primera luz del día, el atardecer, el cambio de color
de las estaciones, una tormenta inesperada o la magia de un arco iris. Son
hombres y mujeres perpetuamente agradecidas por el regalo de vivir.
Mi abuela siempre decía que la dimensión estelar tiene que ver con el
cosmos y sus astros. Con mundos lejanos que añoramos y que soñamos, sin saber
siquiera qué historias se viven allí. Ese universo es más extenso y casi
infinito. Su atractivo es inagotable e indefinido. Nadie puede medir la
hermosura de la luna llena, ni la deidad que supone una noche plagada de
pequeños farolillos de luz, que son las estrellas. Los observamos mudos de fascinación.
Otros planetas nos miran y nosotros no podemos evitar soñar con ellos y con sus
misteriosos habitantes. Pensar que allí todo estará plagado de enormes paraísos
y de grandes glorias.
Mi madre decía que algunas personas se pasan la vida en babia, mirando
hacia la luna y añorando cosas que jamás sucederán. Cuando mi mamá decía eso,
yo siempre buscaba la mirada de mi abuela, que junto con una sonrisa cómplice,
me indicaba con las manos, que mi madre estaba muy cansada de trabajar tanto,
pero que esas cosas extraordinarias sucedían y que todos al final, acabábamos
convertidos en polvo de estrellas. Entonces me guiñaba un ojo y seguía tejiendo
bufandas.
Crecí sin haber experimentado esa conexión que los humanos tienen con
esa otra dimensión, según mi abuela.
Supongo que me hice adulta y las preocupaciones del trabajo y las obligaciones
me pusieron una venda, como a mi mamá le había pasado también. Las historias
que mi abuela me contó en mi infancia siempre siguieron acompañándome en mi
vida adulta, pese a que mi tiempo cada vez era menor para visitarla y
escucharla o simplemente pasarme horas con ella, sin hacer nada especial, solo
mirar al firmamento.
La noche que mi abuela murió una estrella fugaz me sorprendió mientras
miraba por la ventana. Entonces comprendí que solo las personas que han
disfrutado enormemente de su estancia en la tierra, cuando dejan su cuerpo, se
convierten en estrellas fugaces y viajan a esa otra dimensión, donde ya ninguna
preocupación importa.
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