No
hay una única manera de estar solos: hay quienes lo viven como una carencia,
pero también están quienes se sienten a gusto frente a la oportunidad de
conquistar su territorio interno, para luego vincularse positivamente con otros.
¿Por qué es tan importante darle espacio a la SOLITUD?
La palabra
“soledad” produce un respingo en las emociones. Sensaciones como el
aislamiento, el abandono, la exclusión; pero también de gozo, de espaciosidad,
de encuentro consigo mismo…
Quisiera hablar al
menos de tres distintas soledades.
→La
primera soledad
Le llamaría solitud:
una antigua palabra de nuestro idioma que me gusta imaginar creada por quien
sabe trazar un puente entre la soledad y la plenitud. Algunas personas anhelan
la solitud, pues están saturadas de ruido, de gente, de demanda… o porque,
simplemente, son solitarias en alto grado: la eligen como estilo de
vida. Así, estos solitarios encuentran que su solitud es casi como una materia
prima: aquella con la que construyen sus días, sus horas, sus descansos, sus
creaciones y recreaciones.
Cuando la solitud
es sana, tiene además un espacio jolgorioso al que invitar a las personas
elegidas: no es hosquedad, no es huraña (palabra de uso poco
frecuente que señala la condición de huraño, y que la Real Academia define como
“repugnancia que alguien tiene al trato de las gentes”). El contacto con los
demás en esta persona solitaria puede ser algo precioso, semejante al sonar de
las notas de una música −serena o cantarina−, que sólo puede apreciarse,
justamente, porque tiene como fondo un grato silencio, confeccionado por
esa soledad elegida.
Será por eso que
Soledad, cuando se vuelve nombre propio, es elegido con cariño y un sentimiento
de belleza a la hora de bautizar a un nuevo ser que caminará sobre esta Tierra:
“Soledad” fértil, “Soledad” generatriz, “Soledad” de apaciguamiento.
Sigamos, ahora, con
los otros dos tipos de soledad:
→La
segunda soledad
Esta soledad se
da por falta de habilidades sociales, de crianza o por
diversas circunstancias (tales como el exilio). Es la de quien tiene que salir
al mundo porque se ha vuelto adulto, pero no sabe qué hacer con su condición.
No es un solitario, es un “solo”. Me llama la atención el uso de ese verbo
cuando algunas personas se autodescriben: en vez de decir “vivo solo”, dicen “soy solo”,
“soy sola”, como si su condición fuera inherente a su identidad de
base (ser alto o bajo, ser crespo o lacio, ser locuaz o silencioso…).
Esta soledad es la
soledad “porque no tengo más remedio”: se habita solo, se mueve solo, se
participa solo de la vida porque no hay con quién, no se encuentra, no se liga
a nadie, no se integra con otro o con otros. Se lo desea (pues
no se trata de la primera solitud), pero por alguna razón la persona que sería
“la adecuada” (para salir, para ser amiga, para armar un grupo, para estudiar
juntos, para construir una pareja) no aparece. Es una soledad en la
que se anhela a alguien abstracto, que nunca estuvo aún, pero que
duele.
Para algunas
personas es lacerante, y requiere de un arduo trabajo investigarla,
hacerse amigo de ella, y desarrollar habilidades sociales para encontrar pares
con quienes gestar una vida interesante, en sus diversas
circunstancias.
Si esas habilidades
sociales no están, siempre será sensato buscar un apoyo terapéutico que
respalde una búsqueda sana de espacios donde interactuar satisfactoriamente. ¡Las
habilidades de las que carecemos se desarrollan! Y quien padece este
tipo de soledad, justamente por estar aislado, no sabe que hay muchas
personas con las que haría fantástica dupla.
Esta soledad es la
que pueden vivenciar los exiliados, los que se mudan del campo hacia una gran
ciudad, o quienes dejan el hogar de origen, o se separan de un vínculo que
llenaba esa soledad, pero se volvió insoportable: ya ni está, ni se lo extraña.
Hay un alivio, pero a la vez esa ausencia señala que la agenda estaba
despoblada de alternativas con quienes brindarse, recibir, co-crear momentos…
El trabajo es
largo, requiere de valor y de perseverancia, pero como he vivido esta soledad
tan poco grata y soy igual a cualquiera de ustedes, puedo decir que esas
habilidades se aprenden, y que el mundo está poblado de personas muy parecidas
a quienes somos: nuestros semejantes (¡por más raros que
seamos!).
→La
tercera soledad
Es la “soledad de”
alguien. Me explicaré: hablando hace tiempo con una amiga
que acababa de separarse de su pareja, me decía: “No sé por qué, yo que siempre
fui una solitaria, ahora que él no está no logro disfrutar de mi soledad, no la
soporto…”.
Es claro que así sea. Porque esta soledad no es una soledad sin
más: es una “soledad de”. Soledad de tu pareja. Soledad de tu hijo
que dejó el “nido”. Soledad del ser querido que murió y nos quedó un agujero
ardiente. Soledad de alguien concreto que extrañamos profundamente.
Soledad que nos vuelve absolutamente indiferentes a ninguna otra cosa que no
sea ese ausente.
Esta soledad hasta
puede incluir, al principio, una negación de lo que está sucediendo, así el
otro se haya muerto: todo parece raro, y nos autogeneramos la ilusión de
que volverá, que se trata sólo de un mal sueño. Como dice bellamente el tango:
“Están tus cosas pero tú no estás”. O como Borges describe al mirar su Buenos
Aires:
“Y
la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano”.
Todo nos evoca lo
añorado. Es la soledad que se sienta en la silla del presente y que al
presente no deja entrar. Entonces harán falta dos cosas: tiempo y
trabajo sobre sí. Tiempo, porque se trata de un duelo. Y porque un
duelo, simplemente, duele. Tiene, inclusive, manifestaciones en
nuestro cuerpo, nuestro ánimo, nuestros pensamientos. Trabajo sobre sí, porque una cosa es un duelo nimio, que “se duela solo”, como
cuando digerimos la comida sin que, por supuesto, participemos voluntariamente
de ese acto. Pero en un duelo importante sí podemos participar
deliberadamente. Ése es el trabajo sobre sí, que puede tener como
soporte una terapia apropiada, un grupo de apoyo…
Seguir cultivando más
allá de lo saludable la hiedra peligrosa de esa soledad añorante nos hace
perder la vida, pues nadie nació para solamente añorar.
Destejer esta
tercera soledad implica, inclusive, retejer nuestro cerebro, pues
ese otro, además de haber estado “allí afuera”, es, biológicamente, un conjunto
exacto de interconexiones neuronales que necesitamos aprender a deshacer y, con
ellas, tejer a ese otro en el lugar donde ahora está: en el pasado. La
resolución de un duelo, neurológicamente, es eso. Y en el nuevo tejido el otro
a veces queda olvidado (como sucede con un “gran amor” que al cabo de un tiempo
reconocemos que no lo era), o recordado cada vez con menos dolor, menos
zozobra, menos penar e, incluso, como inspiración para gestar una vida lo más
plena posible.
Así, no es raro que
estas dos últimas soledades, si se elaboran con inteligencia emocional, deriven
en ponderar con cariño a la primera: darle espacio al solitario
sano que llevamos dentro, a la solitud. Pues solamente quien es capaz de
ejercer una soledad saludable como ésa podrá elegir lúcidamente sus vínculos (y
no como quien se agarra al primer madero que pasa flotando en la corriente como
para no ahogarse… ¡aunque esté lleno de escorpiones o de hormigas!).
Aprender a estar
solo puede ser desafiante. Pero es un paso hacia una madurez inmensa: la
conquista de nuestro territorio interno. Saber estar solo es tener mejores
bases desde las cuales estar con otros. Otros elegidos, que ya no serán un
“relleno”. Otros que amen ese silencio generatriz que sostiene las notas de
aquella canción cantarina o serena que es esa preciosa solitud.
Aprendamos a estar
juntos sabiendo bien cómo estar solos. Que así sea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario