Retrato de un general enamorado Por Jorge Camarasa
El hombre sin esperanzas que escribió esa frase tras colgar espada y
uniforme, había nacido en Buenos Aires en 1831. Su padre, de quien había tomado
el nombre, había sido general en las guerras de la Independencia, y su madre,
Agustina Ortiz de Rosas, era la hermana del gobernador.
El primer matrimonio de Lucio Mansilla había acabado de manera
novelesca. Un día llamó a su mujer, Polonia Durante, tan bella como tonta, y le
ordenó:
-Vista a los niños y póngase el rebozo, que vamos a salir.
La llevó a su casa materna, y al llegar le dijo a su suegro:
-Vengo a devolverle a su hija. Esta señora es mi mujer y estos niños
son mis niños y yo pagaré lo necesario para que vivan decorosamente, pero ni un
instante más con ellos.
La historia, digna de un sainete, había revoloteado por la aldea que
era Buenos Aires, y sería recordada después, cuando Mansilla volviera a casarse
con la hermana de Rosas. De ese segundo matrimonio, nacerían Lucio y Eduardita.
Criado junto a su hermana, tímido y sin condiciones para el estudio,
el joven Lucio Mansilla asistió a la academia de monsieur Clarmont, donde en
lugar de aprender historia o latín se enamoraría de la hija del director, a
quien le iba a escribir versos inspirados en Homero. La ciudad estaba creciendo
y las costumbres amorosas de Buenos Aires las marcaban el conde Walewski, el
príncipe de Bontivoglio y Lord Howden, conocido por sus dotes como “el
romántico amador”.
Eran años de transición en los que su tío Rosas marchaba del poder
absoluto al ocaso, y el segundo amor de Mansilla sería menos inocente que el
primero: la chica era francesa, tenía dieciséis años, y cuando quisieron
fugarse a Montevideo, fueron descubiertos por la familia de él y detenidos por
la policía. Lucio acabaría en la cárcel y ella en la Casa de Ejercicios
Espirituales.
Para los Mansilla, ese joven había ido demasiado lejos, y lo mandaron
a la estancia de un tío, en la desembocadura del Salado, donde encontraría a su
primera mujer.
Catalina Ortiz de Rosas, ojos enormes y prima hermana de Lucio, vivía en
una estancia de Chascomús. Las primeras veces que se vieron fueron bajo la
mirada vigilante de Prudencio, el padre, y cuando las familias empezaron a
notar que los primos se entendían, los Mansilla levantaron el castigo y
mandaron a Lucio de viaje. El sobrino de Rosas partió hacia Europa, la India y
Egipto.
A los veinte años, multimillonario y mundano, Mansilla vivió en París
y en Calcuta, visitó las pirámides egipcias, cortejó marquesas, aristócratas y
damas de sociedad, y en 1851, aburrido, embarcó de nuevo hacia el Río de la
Plata.
Catalina lo había estado esperando, y esta vez la familia decidió no
oponerse a la relación. Los jóvenes empezaron a noviar, Lucio olvidó sus viejos
amoríos, y cuando decidieron casarse se enfrentaron con un inconveniente: la
consanguinidad de los primos carnales.
Mansilla se hizo cargo del asunto, y presentó un escrito al Provisor,
diciéndole que con su prima “tenían decidido unirse en matrimonio para mejor
servir a Dios”. Tras meses de trámites y declaraciones, Lucio y Catalina
consiguieron la dispensa y se casaron en La Merced el 18 de septiembre de 1853.
El tenía 21 años y su esposa diecinueve.
Cuando nació Andrés, al año siguiente, Catalina ya sabía que no iba a
ser fácil ser la esposa de Lucio V. Mansilla. Enrique Popolizio lo describe
así: “Mansilla era un popular personaje de leyenda, famoso por su ingenio tanto
como por su atuendo más llamativo que elegante, por su sombrero terciado, por
sus alfileres, cadenas y dijes, por su monóculo y por sus grandes habanos, por
sus duelos y desafíos, por su fama de escritor y conversador chispeante y
agudo”.
A fines de 1868 había llegado a Río Cuarto como comandante de
frontera. En abril de 1870 se había internado con una escolta reducida en
tierras de los ranqueles para negociar su retiro hacia el sur, y al volver
había sido destituido del mando, encontrándose sin sueldo, con la carrera
truncada y con mujer a cargo y tres hijos. Aunque volvería a la función
pública, no podría salvar su matrimonio. Catalina seguía siendo una mujer
recatada y él un hombre al que tenían por díscolo, y aunque pronto nacería
León, el cuarto hijo, el abismo entre ellos se abriría cada vez más.
Las obligaciones militares y políticas de Lucio, que lo mantenían
largos períodos alejado, eran el único sosiego que encontraba, y se habían
separado de hecho aun cuando siguieran viviendo juntos.
Cuando ella murió, él estaba en Europa enviado por el presidente
Uriburu. Se quedó en Niza, pasó Navidad en Ginebra, más tarde viajó a España, y
recién en febrero, desde Lisboa, se embarcó hacia Buenos Aires.
***
Al morir, Catalina había eximido a Mansilla de la última
responsabilidad que le quedaba. De los cuatro hijos que habían tenido, los dos
varones habían muerto y las dos mujeres estaban casadas.
En junio de 1897 estaba otra vez en París, desde donde escribió a
monsieur de la Tour-Soubise Cadignac, el grafólogo más famoso de la época,
pidiéndole que le adivinara la personalidad y el futuro. La respuesta fue
impecable: “Originalidad, apreciación de las cosas buenas y en todo caso una
dosis de sensualismo. A veces desarreglos de la imaginación, pero que pueden
ser impedidos. Valor desigual (pasaje brusco del entusiasmo al desaliento).
Intuitivo y deductivo a la vez. Espíritu de análisis y observación muy
marcado. Aun conociendo el valor del dinero, lo gasta con demasiada facilidad.
Tendencia acentuada a la vida pasional. Prefiere la sociedad femenina. Frugal y
glotón a la vez. Prefiere los platos sencillos, los vinos claros y las mujeres
rubias. Gran propensión al matrimonio. Si soltero, se casará; si viudo,
contraerá nuevas nupcias”.
El 9 de febrero de 1899, el general Lucio Victorio Mansilla volvió a
casarse.
***
Mónica Torromé de Huergo había nacido en Londres en 1869, y no se
parecía en nada a Catalina. Era de tez blanca, tenía costumbres y maneras
inglesas, y mientras Lucio se divertía en Europa ella cuidaba en una clínica de
París a su agonizante marido Carlos Huergo. Había coincidido con Mansilla en el
mismo barco que los llevaba de Cherburgo a Buenos Aires, y al general lo había
seducido esa mujer de apariencia fría, apacible y católica.
“En los ataques contra el bello sexo”, había escrito el militar
Mansilla, “hay que emplear diversas tácticas. A ciertas mujeres se las toma por
sorpresa, emboscándose o haciendo una estratagema; o otras se las toma por
asalto o se las vence en una batalla campal; a algunas hay que ponerles un
largo y penoso sitio; muchas son inexpugnables y, dígase lo que se quiera, no
hay más partido que tratar con ellas, de suerte que un buen estratega en esta
materia es tan escaso como en la guerra un gran general”.
Se casaron en Londres, donde estaba la familia de Mónica, y la vida
del matrimonio iba a ser bucólica y aburrida. El seguía siendo una especie de
ministro sin cartera, viviendo en París pero viajando por Italia, Inglaterra,
Suiza y España, y ella vivía dedicada a la devoción y las obras de caridad.
La religiosidad y la piedad de Mónica Torromé parecían el bálsamo
necesario para la vida de Mansilla, a quien sólo dejaba para cuidar enfermos no
sin antes ponerle en los bolsillos tarjetitas que decían “Te quiero”.
En los primeros días de octubre de 1912, en su casa de París, Mansilla
había caído en un abismo de debilidad propio de sus ochenta y dos años. Era
otoño. Desde hacía un tiempo, Mónica no se separaba de él y pasaba los días
junto a la cama.
El 8 por la mañana se había agravado, y esa misma noche, a las nueve,
murió. Su mujer contempló serenamente el cuerpo, luego le cerró los ojos, y
comenzó a rezar.
Pudo haber recordado que, trece años antes, su casamiento con Lucio
Victorio Mansilla había sido la comidilla de todo Buenos Aires. Fue entonces
cuando una amiga, haciéndole notar que ella tenía treinta años y su esposo
sesenta y nueve, le había preguntado:
-¿Qué vas a hacer con semejante marido?
Y ella había respondido:
-Nada. Conversaré con el general.
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