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sábado, 15 de septiembre de 2018

Soledad, no es una sola…

No hay una única manera de estar solos: hay quienes lo viven como una carencia, pero también están quienes se sienten a gusto frente a la oportunidad de conquistar su territorio interno, para luego vincularse positivamente con otros. ¿Por qué es tan importante darle espacio a la SOLITUD

La palabra “soledad” produce un respingo en las emociones. Sensaciones como el aislamiento, el abandono, la exclusión; pero también de gozo, de espaciosidad, de encuentro consigo mismo…
Quisiera hablar al menos de tres distintas soledades.

→La primera soledad

Le llamaría solitud: una antigua palabra de nuestro idioma que me gusta imaginar creada por quien sabe trazar un puente entre la soledad y la plenitud. Algunas personas anhelan la solitud, pues están saturadas de ruido, de gente, de demanda… o porque, simplemente, son solitarias en alto grado: la eligen como estilo de vida. Así, estos solitarios encuentran que su solitud es casi como una materia prima: aquella con la que construyen sus días, sus horas, sus descansos, sus creaciones y recreaciones.
Cuando la solitud es sana, tiene además un espacio jolgorioso al que invitar a las personas elegidas: no es hosquedad, no es huraña (palabra de uso poco frecuente que señala la condición de huraño, y que la Real Academia define como “repugnancia que alguien tiene al trato de las gentes”). El contacto con los demás en esta persona solitaria puede ser algo precioso, semejante al sonar de las notas de una música −serena o cantarina−, que sólo puede apreciarse, justamente, porque tiene como fondo un grato silencio, confeccionado por esa soledad elegida.
Será por eso que Soledad, cuando se vuelve nombre propio, es elegido con cariño y un sentimiento de belleza a la hora de bautizar a un nuevo ser que caminará sobre esta Tierra: “Soledad” fértil, “Soledad” generatriz, “Soledad” de apaciguamiento.

 

Sigamos, ahora, con los otros dos tipos de soledad:


→La segunda soledad

Esta soledad se da por falta de habilidades sociales, de crianza o por diversas circunstancias (tales como el exilio). Es la de quien tiene que salir al mundo porque se ha vuelto adulto, pero no sabe qué hacer con su condición. No es un solitario, es un “solo”. Me llama la atención el uso de ese verbo cuando algunas personas se autodescriben: en vez de decir “vivo solo”, dicen “soy solo”, “soy sola”, como si su condición fuera inherente a su identidad de base (ser alto o bajo, ser crespo o lacio, ser locuaz o silencioso…).
Esta soledad es la soledad “porque no tengo más remedio”: se habita solo, se mueve solo, se participa solo de la vida porque no hay con quién, no se encuentra, no se liga a nadie, no se integra con otro o con otros. Se lo desea (pues no se trata de la primera solitud), pero por alguna razón la persona que sería “la adecuada” (para salir, para ser amiga, para armar un grupo, para estudiar juntos, para construir una pareja) no aparece. Es una soledad en la que se anhela a alguien abstracto, que nunca estuvo aún, pero que duele.
Para algunas personas es lacerante, y requiere de un arduo trabajo investigarla, hacerse amigo de ella, y desarrollar habilidades sociales para encontrar pares con quienes gestar una vida interesante, en sus diversas circunstancias.
Si esas habilidades sociales no están, siempre será sensato buscar un apoyo terapéutico que respalde una búsqueda sana de espacios donde interactuar satisfactoriamente. ¡Las habilidades de las que carecemos se desarrollan! Y quien padece este tipo de soledad, justamente por estar aislado, no sabe que hay muchas personas con las que haría fantástica dupla.
Esta soledad es la que pueden vivenciar los exiliados, los que se mudan del campo hacia una gran ciudad, o quienes dejan el hogar de origen, o se separan de un vínculo que llenaba esa soledad, pero se volvió insoportable: ya ni está, ni se lo extraña. Hay un alivio, pero a la vez esa ausencia señala que la agenda estaba despoblada de alternativas con quienes brindarse, recibir, co-crear momentos…
El trabajo es largo, requiere de valor y de perseverancia, pero como he vivido esta soledad tan poco grata y soy igual a cualquiera de ustedes, puedo decir que esas habilidades se aprenden, y que el mundo está poblado de personas muy parecidas a quienes somos: nuestros semejantes (¡por más raros que seamos!).

→La tercera soledad

Es la “soledad de” alguien. Me explicaré: hablando hace tiempo con una amiga que acababa de separarse de su pareja, me decía: “No sé por qué, yo que siempre fui una solitaria, ahora que él no está no logro disfrutar de mi soledad, no la soporto…”. 
Es claro que así sea. Porque esta soledad no es una soledad sin más: es una “soledad de”. Soledad de tu pareja. Soledad de tu hijo que dejó el “nido”. Soledad del ser querido que murió y nos quedó un agujero ardiente. Soledad de alguien concreto que extrañamos profundamente. Soledad que nos vuelve absolutamente indiferentes a ninguna otra cosa que no sea ese ausente.
Esta soledad hasta puede incluir, al principio, una negación de lo que está sucediendo, así el otro se haya muerto: todo parece raro, y nos autogeneramos la ilusión de que volverá, que se trata sólo de un mal sueño. Como dice bellamente el tango: “Están tus cosas pero tú no estás”. O como Borges describe al mirar su Buenos Aires:

“Y la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano”.


Todo nos evoca lo añorado. Es la soledad que se sienta en la silla del presente y que al presente no deja entrar. Entonces harán falta dos cosas: tiempo y trabajo sobre sí. Tiempo, porque se trata de un duelo. Y porque un duelo, simplemente, duele. Tiene, inclusive, manifestaciones en nuestro cuerpo, nuestro ánimo, nuestros pensamientos. Trabajo sobre sí, porque una cosa es un duelo nimio, que “se duela solo”, como cuando digerimos la comida sin que, por supuesto, participemos voluntariamente de ese acto. Pero en un duelo importante sí podemos participar deliberadamente. Ése es el trabajo sobre sí, que puede tener como soporte una terapia apropiada, un grupo de apoyo…
Seguir cultivando más allá de lo saludable la hiedra peligrosa de esa soledad añorante nos hace perder la vida, pues nadie nació para solamente añorar.

Destejer esta tercera soledad implica, inclusive, retejer nuestro cerebro, pues ese otro, además de haber estado “allí afuera”, es, biológicamente, un conjunto exacto de interconexiones neuronales que necesitamos aprender a deshacer y, con ellas, tejer a ese otro en el lugar donde ahora está: en el pasado. La resolución de un duelo, neurológicamente, es eso. Y en el nuevo tejido el otro a veces queda olvidado (como sucede con un “gran amor” que al cabo de un tiempo reconocemos que no lo era), o recordado cada vez con menos dolor, menos zozobra, menos penar e, incluso, como inspiración para gestar una vida lo más plena posible.

Así, no es raro que estas dos últimas soledades, si se elaboran con inteligencia emocional, deriven en ponderar con cariño a la primera: darle espacio al solitario sano que llevamos dentro, a la solitud. Pues solamente quien es capaz de ejercer una soledad saludable como ésa podrá elegir lúcidamente sus vínculos (y no como quien se agarra al primer madero que pasa flotando en la corriente como para no ahogarse… ¡aunque esté lleno de escorpiones o de hormigas!).
Aprender a estar solo puede ser desafiante. Pero es un paso hacia una madurez inmensa: la conquista de nuestro territorio interno. Saber estar solo es tener mejores bases desde las cuales estar con otros. Otros elegidos, que ya no serán un “relleno”. Otros que amen ese silencio generatriz que sostiene las notas de aquella canción cantarina o serena que es esa preciosa solitud.

  

Aprendamos a estar juntos sabiendo bien cómo estar solos. Que así sea.

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