Estamos hechos de todas las personas que han atravesado nuestra vida,
y de todos los momentos que han dejado una huella bien profunda, sobre la
corteza de nuestra alma. Por eso mismo no me arrepiento de nada.
No me arrepiento de todas esas veces que grité con la mirada, de esos
vinitos de más, que siempre te hacen hablar más de la cuenta, de haberle dado
mis peores lunas a alguien que ni siquiera merecía mis días de sol, de esas
discusiones que al fin y al cabo nunca llevaron a ninguna parte. No me
arrepiento de haberme lanzado al abismos con los ojos cerrados, sin saber, si
quien había abajo, me iba a coger en brazos, o me iba a dejar caer; no me
arrepiento de todos los portazos que he dado, ni de todas las ventanas que he
dejado abiertas, por si volvías.
Soy un rompecabezas de todos mis golpes pero también de todas mis
victorias.
Mi alma lleva incrustadas noches de verano bajo las estrellas, y
frente al lago (espejo de la luna); el primer amor sincero; abrazos que curaron
más que palabras; viajes que me bañaron en arte; kilómetros superados y
pisoteados; muros derribados a base de pequeños golpes; flores deshojadas que
terminaron en un “sí me quiere”.
No cambiaría por nada del mundo a ninguna de las personas que, como
estrellas fugaces, han pasado volando por mi caos, dejando su pequeña estela
impregnada en mí. Y aunque algunas me quemaran hasta reducirme a cenizas,
resurgí como resurge un fénix después de morir, y lo conseguí gracias a esas
personas que, en vez de quemarme, me abrazaron con la calidez de quien ama con
el corazón en llamas y vive combinando sonrisa y lágrima.
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