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martes, 1 de octubre de 2019

Raúl Barón Biza y Myriam Stefford - "El cuento de hadas que terminó en tragedia"


Raúl Barón Biza y Myriam Stefford fueron los artífices de una historia de amor que empezó como un cuento de hadas y terminó en una tragedia. Jóvenes, prepotentes y adinerados, la vida pasó de sonreírles a castigarlos.
Un monumento funerario de dimensiones faraónicas, feo, sombrío y abandonado cerca de Alta Gracia, es lo único que queda hoy de aquella historia.  

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Cordobés de Villa María, Barón Biza había nacido en 1899. Su padre, Vilfrid Baron, había sido uno de los colonizadores de La Pampa, y Catalina Biza, la madre, era una tucumana de familia tradicional y católica de la alta burguesía, que había recibido la Cruz Pontificia y la Orden Franciscana.
Raúl fue educado en Europa, y pasó su juventud entre viajes y una vida cómoda en el París de la belle epoque. A comienzos de los años veinte estaba en la Unión Soviética viendo la situación surgida tras la revolución bolchevique, y para 1928 ya había recalado en los puertos más exóticos.
Eran los años que siguieron a la Gran Guerra, la fiesta era para pocos, e iba a ser en Viena, una de las etapas de ese viaje interminable, donde Barón Biza conocería a Myriam Stefford. En una de sus novelas, "El derecho de matar", la describiría así: “Boca pequeña de labios pintados, tibios, húmedos. Boca de carmín, tenía ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar”.

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Bella starlet del cine alemán, la Stefford era hija de italianos y había nacido en Berna en 1905. Aunque hubiese preferido otra cosa, su padre trabajaba en una fábrica de chocolates y su madre era ama de casa. A los quince se había escapado a Viena y Budapest, y a principios de los años veinte se haría actriz sin otro talento que su belleza. Para cuando conoció a Barón Biza, en su currículum había sólo tres películas que la contaban en el reparto: La duquesa de Chicago, Poker de ases y una primera versión de Moulin Rouge. Insolente y desentendida de la vida, se dejó seducir por el argentino.
La rutina de la pareja, desde el primer encuentro, estuvo llena de lugares tan comunes como caros: días de esquí en Saint Moritz en invierno, lánguidos baños en la Costa Azul y la Riviera en verano, Venecia y Capri todo el año. Eran unas largas vacaciones que, sin saberlo –y tal vez sin que le importara-Vilfrid Barón financiaba desde Córdoba.
En mayo de 1928, cuando la pareja llegó a Buenos Aires, Myriam Stefford y Barón Biza parecían los dueños del mundo. La prosa pomposa de algunos periodistas convirtió a la chica destarleten baronesa, y una revista iba a imaginar sobre ella: “Sólo los encantos de su belleza, la majestad de su porte, la delicadeza de sus líneas, recordaban su condición de aristócrata”.
Mientras tanto, presagiando al escritor que luego sería, Barón Biza y su amante manejaban a su antojo la historia que se habían inventado. Diría Myriam que estaban camino a Hollywood, donde iba a firmar un multimillonario contrato, y agregaría: “En Europa se habla mucho de este país; se dice que Buenos Aires es la París de América. Vine sólo por tres semanas, lo justo para conocer una estancia, bailar unos tangos y tomar mis buenos mates, porque en UnitedArtists me manifestaron el deseo de filmar una película sobre gauchos”.
Después de descansar unos días en Los Cerrillos, la estancia de los Barón Biza cerca de Alta Gracia, la pareja regresó a Europa y el 28 de agosto de 1928, en lo que las crónicas mundanas calificarían como “el acontecimiento social del año”, Myriam Stefford y el argentino se casaban en la basílica de San Marco, en Venecia.
Después de tres años en París, el matrimonio regresó a la Argentina. Aunque vivían en Buenos Aires, viajaban a la estancia, que Barón Biza había rebautizado con el nombre de su mujer, y alimentaban las páginas de sociales. El diario La Prensa publicó una fotografía de Myriam, “retirada del mundo del espectáculo por expreso pedido de su marido”, en la que se la veía paseando por Berlín con un leopardo amaestrado llamado Gaucho.
Cuando llegaron a Buenos Aires en el verano de 1931, Stefford ya se había olvidado del cine. Vivían en una casona frente a Plaza Francia, en Recoleta, y asistían a las galas del Colón, donde Myriam lucía pieles, brazaletes de Cartier y un anillo con un diamante de cuarenta y cinco kilates, llamado Cruz del Sur.

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Para entonces, Myriam había empezado a cultivar una pasión que la devoraría: volar. En dos meses había conseguido el brevet de piloto civil y había elegido como instructor a Ludwing Fuchs, un alemán veterano de la Primera Guerra que había sido parte de la troupe del Barón Rojo.
“Quiero iniciar un vuelo de largo aliento y llegar con mi avión donde nunca llegó otra mujer”, decía. Barón Biza le había regalado un monoplano biplaza construido en madera de pino, y en ese avión, al que habían bautizado Chingolo, comenzaría el raid que la llevaría a la muerte.
Al principio, Stefford había planeado un vuelo a Río de Janeiro, como parte de un proyecto más ambicioso que la convertiría en la primera mujer que uniera en avión Argentina y los Estados Unidos, pero Fuchs la había convencido de intentar un itinerario más modesto que uniera las entonces catorce capitales de provincia.
El 18 de agosto de 1931 el viaje comenzó en el aeródromo de Morón, y la primera etapa acabó esa tarde al llegar a Corrientes. Al día siguiente volaron a Santiago del Estero y luego a Jujuy, donde al aterrizar chocaron contra un alambrado.
El 26 de agosto de 1931, cuando estaban en camino hacia San Juan, el motor de la aeronave se paró sobre los campos de Marayes y se incendió al caer. Ludwing Fuchs y Myriam Stefford murieron en el acto. Ella tenía 26 años.

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A Stefford la velaron a cajón cerrado en el Centro de Aviación Militar, y al entierro concurrió una multitud. A los pocos días, en el lugar del accidente, su viudo hizo colocar un monolito con una placa donde se leía una frase mussoliniana: “Un bel morir tutta la vita onora”. Cuatro años más tarde, pondría en marcha el proyecto de una tumba faraónica.
El lugar que eligió para emplazarlo fue su estancia en Alta Gracia, y seis meses después, ya terminado, el monumento resultó imponente: era un ala de avión de cemento de ochenta y cinco metros de altura, coronada por un faro.
En la cripta, Barón Biza había hecho colocar los restos mortales de su mujer, y metros más abajo, entre los cimientos, una caja de acero donde guardó sus joyas, incluido el diamante Cruz del Sur.
El sepulcro estaba rodeado por cariátides y cubierto por una lápida de mármol negro, donde rezaba: “Maldito sea el que profane esta tumba”. A la entrada del monumento, en una vitrina, estaban el casco de Myriam, su reloj de vuelo y el timón del Chingolo II, y una losa con la siguiente leyenda: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas”.

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En 1946, apenas llegado el peronismo al poder, Raúl Barón Biza vendió su estancia de Alta Gracia a Otto Bemberg, pero se quedó con el predio donde se levantaba el monumento funerario, al que mandaría a sellar con dos chapas de grueso acero naval sacadas del acorazado alemán Graf Spee, hundido en el Río de la Plata a fines de 1939.
Antiperonista, el viudo se exiliaría en Montevideo y casi no volvería a la tumba de su mujer. El mausoleo quedaría cerrado hasta septiembre de 1955, cuando fuera ocupado por una columna militar leal al presidente Perón, que lo utilizó como observatorio estratégico durante el alzamiento en Córdoba del general Lonardi.
Barón Biza había puesto distancia con el recuerdo de su primera mujer, y se había vuelto a casar con Clotilde Sabattini, hija del ex gobernador radical, una historia que también acabaría de manera trágica.
El 17 de agosto de 1964 pondría el punto final a la novela de su vida, suicidándose tras una violenta disputa con ella, y los hijos que habían tenido decidieron por él cuál sería su último destino. Hoy, Barón Biza está enterrado bajo un olivo, a metros del ala funeraria donde yace Myriam Stefford. 

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